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4 de septiembre de 2012

DESDE EL IMPERIO DONDE NO SE PONIA EL SOL AL OCASO

En 1557, nada parece hacer sopesar a Felipe II su demostrada tendencia a dejar el norte de África en un plano bastante secundario. Las hostilidades con Francia y la delicada situación financiera de la Corona, que obliga a declarar la primera bancarrota de su reinado, son escenarios poco halagüeños para los deseos del conde de Alcaduete, que aún blandea la esperanza de tiempos mejores para la presencia española en el norte de África. Ante la concatenación de estos acontecimientos adversos, Felipe II opta por racionalizar los socorros que se han de enviar a tierras de Berbería, dando prioridad a aquellas materias que más urgente resolución necesitan. 

 En 1565, la Sublime Puerta, es decir, el gobierno del Imperio otomano quiso demostrar su fuerza naval atacando la isla de Malta, defendida únicamente por los caballeros de la Orden. El valor estratégico de la isla de la isla era extraordinario porque situada a poca distancia del Sur de Sicilia, su control aseguraba el paso por los estrechos, además de servir de plataforma singular para cualquier expedición que pudiera organizarse hacia el norte de África, Túnez, por ejemplo.

El heroísmo de La Valette, el gran maestre de la orden, fue cantado ampliamente y el auxilio del virrey español de Sicilia llegó con el tiempo suficiente para que la tropa turca levantara el asedio y se retirara hacia Oriente. Era la primera victoria importante de las armas cristianas desde hacía muchos años, y sirvió para comprobar que la Armada turca, que pese a su poder, era vulnerable si a ella se oponía una cierta Armada naval.

 Así pues, comenzaron las conversaciones para conseguir esa fuerza con el interrogante que constituía Venecia, siempre dispuesta a encontrar fórmulas particulares e compromiso que salvaguardasen sus propios intereses. Pero esta ocasión llegó. Dragut, el rey de Argel, ocupó Túnez y atacó a los defensores españoles de La Goleta, que estuvo a punto de rendirse. Selim, sucesor de Solimán, ayudó a los argelinos en ambas expediciones mientras preparaba su ofensiva contra los puntos estratégicos que aseguraban el comercio oriental con Occidente. El principal de todos estos enclaves era Chipre, la joya más preciada de los tesoros de Venecia; por eso, su caída fue determinante para que se decidiese pasar a la acción bélica, buscando aliados entre las potencias cristianas. Así pues, aquel año de 1570 todo parecía coincidir para que las naves católicas decidieran enfrentarse definitivamente al poder otomano.

En marzo de 1571 se llegó, por fin, al acuerdo. La Santa Liga estaría constituida por Venecia, el Papa y la Monarquía Católica, y lucharía contra el sultán y sus aliados, los corsarios del norte de África.

El encuentro entre turcos y cristianos tuvo lugar el 7 de octubre de 1571 en el golfo de Lepanto. Dos tercios de la flota imperial turca se hundieron; aquello fue un fuerte golpe para el prestigio del imperio otomano y, por el contrario, un éxito para las naves cristianas que por primera vez en muchos años habían quebrado la racha de éxitos turcos.
Sin embargo, allí en Lepanto, no despareció para siempre el poder de la Media Luna; ni tampoco el éxito de las armas cristianas fue tan rotundo como parecía.

En 1573 Juan de Austria se apoderó de Túnez, pero un año después en 1574, una escuadra turca, todavía más importante que la hundida en Lepanto volvió a conquistar la plaza, y demostró su poderío llegando a conquistar en 1576 la ciudad de Fez.

Sin embargo, desde 1576 y sobre todo tras la derrota portuguesa en Marruecos, cuando ya nadie podía dudar que el norte de África era de influencia otomana, Felipe II y el sultán Murad III negociaron la paz.

El cierre definitivo de la esperanza de reconquistar la Transfretana de los romanos lo realizó Felipe II cuando pone en vigor su política de mantener alejado a Marruecos del imperio turco, reconociendo su existencia como estado soberano, firmando una tregua con el soberano saadita y enviando una embajada a Marrakech en 1597.
Desde 1580, cuando Felipe II fue coronado rey de Portugal, las posesiones norteafricanas portuguesas pasaron a integrar el imperio Español. En 1640 Portugal recobró su independencia, pero Ceuta permaneció bajo control español, situación que aún se mantiene.

Tánger fue cedida por los portugueses a Inglaterra en 1661, como parte de la dote de Catalina de Braganza, cuando esta princesa se casó con el rey Carlos II. Los ingleses, frente a la continua presión marroquí, decidieron abandonarla el 6 de febrero de 1684.

Con el reino de Marruecos, llamado con frecuencia de los Cherifes, las relaciones españolas experimentaron en los siglos XVII y XVIII los altibajos característicos de países vecinos, pero atenidas, cada vez más, a  la normativa jurídica de los Tratados y Convenios.

El Tratado de Paz y Comercio entre España y Marruecos, firmado el 28 de Mayo de 1767, ha sido considerado canónico, y con razón. Los monarcas de España (Carlos III) y de Marruecos (Mohamed Ben-Abdala) se comprometieron, a través de sus respectivos plenipotenciarios, a conservar el estado de paz entre las dos naciones: «la paz será firme por mar y por tierra, establecida con la más recíproca y verdadera amistad entre los dos soberanos y sus vasallos respectivos» (Artículo I). No sólo se prescribían las reglas referentes al intercambio comercial en los puertos españoles y marroquíes y el derecho de pesca en las aguas ribereñas, sino que la Corte en Madrid procuró obtener, sin éxito, un ensanche para los “presidios” situados en la costa mediterránea de Marruecos (Ceuta posesión hispana desde el siglo XVII-, Melilla, Vélez y Alhucemas).

Si se repasa el Tratado de Paz, Amistad, Navegación, Comercio y Pesca entre S.M. Católica y S.M. Marroquí (Carlos IV y Muley Solimán), firmado en Mequínez el 1 de Marzo de 1799, se comprueba hasta que punto las relaciones entre los dos reinos seguían presididas por los principios de la diplomacia y la garantía de los derechos consiguientes para los súbditos de la monarquía de los Borbones y de la dinastía Alaui. Cierto es que los artículos 14 y 15 -referentes a los “presidios” y a las molestias que sus habitantes sufrían por asedio y enemistad de las tribus rifeñas- traducían una cuestión muy palpitante en las relaciones hispano-marroquíes a lo largo del entrante siglo XIX; y no menos cierto es que los artículos 35-38 reflejaban el problema de la pesca en aguas del banco pesquero canario -africano.
La realidad de la relación hispano-marroquí no era, sin embargo, la que reflejaba el conjunto de Tratados y Convenios aludidos. Las dificultades de entendimiento eran muchas, el intercambio comercial, sólo relativamente importante, y las posibilidades de futuro, nada claras.
La crisis de autoridad que sufrió la monarquía de Carlos IV (antes incluso de 1808) proyectó una clara continuidad de la posición “abandonista” desde el Conde de Aranda a Martínez de la Rosa. Así se hizo en 1792 con los enclaves de Orán y Mazalquivir que fueron vendidos al bey turco de Argel.
De otra parte, no faltó quien abogara por la conservación de aquellos enclaves en tanto en cuanto, no sólo jugaban un papel disuasorio sobre el rey de Marruecos y los bajeles de corsarios, sino que también aseguraban el comercio y la navegación de pabellón español en aguas del estrecho de Gibraltar, donde Felipe V había perdido el Peñón a manos de los ingleses. De Floridablanca (famosa Instrucción Reservada sobre dirección de la Junta de Estado) a Godoy (Memorias) y Donoso Cortés (Discursos en el Congreso de Diputados) pervivió la línea “retencionista” en el tema de los presidios situados en el Norte de Marruecos.
Paralelamente por medio del Primer Tratado de San Ildefonso en 1777, entre España y Portugal éste incorporaba a sus territorios de Brasil la colonia de Sacramento y la isla de Santa Catalina, a cambio las islas de Fernando Poo y Annobón en África, así como la licencia para comerciar con la costa continental de Camerún y Gabón hasta cabo Formoso. No fue hasta 1843 cuando el marino Juan José Lerena y Barry tomó posesión de Fernando Poo, Corisco y Rio Muni, en la costa atlántica de África.

En medio de la coyuntura de desarreglo interior generalizado que precedió a la muerte de Fernando VII, muchas cuestiones de política extrajera -y la relativa al Norte de África no fue excepción- cayeron en abandono. De una parte, la muerte de Fernando VII y los azarosos balbuceos de la Monarquía Constitucional en el decenio de 1830, y de otra, los inicios de la conquista de Argel por las tropas francesas, vinieron a alterar el statu quo imperante hasta entonces entre España y Marruecos.
Sonaría, pronto, la hora álgida del africanismo español.

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